Una nueva columna del médico veterinario Horacio Baldovino, con la pandemia como disparador, recorre la capacidad humana de quebrar -o al menos torcer- las mismas normas que aprobamos y aplaudimos frente a los demás
Lo que viene ocurriendo en las últimas semanas me despertó algunos recuerdos acerca de las cosas que, a lo largo de nuestras vidas, vamos aceptando como verdades incuestionables, de las cuales no nos permitimos dudar, afirmaciones que damos por ciertas inconscientemente sin lugar a la discusión o a la reflexión.
Se puede decir que son dogmas impuestos por las partes de nuestra cultura que más influyen sobre nosotros, dependiendo de la historia de cada uno, estos pueden venir de la religión, de la educación, de la tradición, de la ciencia o de vaya a saber qué otras cosas.
No me pude resistir a buscar el significado de la palabra dogma en el diccionario on line de la RAE[1] que dice que esta expresión tiene varias acepciones, todas ellas pueden definir de manera aceptable a las cosas a las que me refiero:
- Proposición tenida por cierta y como principio innegable.
- Conjunto de creencias de carácter indiscutible y obligado para los seguidores de cualquier religión.
- Fundamentos o puntos capitales de un sistema, ciencia o doctrina.
En relación a esto, leí hace un par de semanas un artículo revelador que habla de los residuos plásticos en relación a la contaminación ambiental, y creo que viene bien como ejemplo de las cosas que tenemos como verdades absolutas e indiscutibles y que no se nos ocurre cuestionar.
Escribe la economista de la Universidad Autónoma de Coahuila, Alejandra Ramos Jaime, un informe acerca de los usos del plástico y el posible impacto ambiental de sus reemplazos. Nadie discutiría que los residuos de los plásticos son uno de los mayores contaminantes del planeta, cuando vamos al supermercado y ya no nos dan las bolsas de nylon a mansalva como antes, vemos que ya ninguna bebida viene con sorbete (que tan mala fama se han ganado últimamente) pensamos que estamos haciendo mucho por la ecología y por el bien del planeta.
La economista en cuestión desestabiliza esta verdad absoluta imaginando una historia inversa a la real: en su relato nos lleva a imaginar un mundo sin plásticos, donde los plásticos nunca existieron. En ese universo paralelo, un grupo de científicos dan a luz un producto revolucionario que viene a reemplazar a las bolsas de papel y de tela y a los envases de vidrio y aluminio. En ese universo imaginario también hay activistas y ecologistas que militan y marchan en contra del impacto ambiental que ocasiona la fabricación de esos envases, los árboles que se talan cada año para fabricar la enorme cantidad necesaria de envases de papel y los litros de agua que se consumen para las bolsas de tela y la minería a cielo abierto para extraer el aluminio, etc.
En este mundo imaginario la autora habla del descubrimiento de un material novedoso que, en relación a los otros métodos de packaging general y envasado de bebidas y alimentos, reduce cinco veces el uso de agua, en más de dos veces el uso de fuentes de energía no renovables (transportar botellas plásticas consume mucho menos combustible que transportar botellas de vidrio), en tres veces la emisión de gases de efecto invernadero; además es barato, maleable, higiénico, resistente y no es necesario cortar un solo árbol para producirlo.
Todos los consumidores se volcarían masivamente a este ¨nuevo¨ material ecológico y revolucionario. Ese material es el plástico. Una verdad absoluta, ¨los plásticos contaminan mucho más que el papel, el vidrio y el aluminio¨, que se resquebraja con esta visión diferente. Es muy esclarecedora esta nueva mirada que aporta la autora para desmitificar los beneficios sobre la ecología de los sustitutos de los plásticos.
También podemos encontrar algunas verdades absolutas impuestas que traemos desde la cuna, en mi caso, una de esas cosas que más tengo grabadas en la memoria, tal vez por la insistencia y amenazas de mis progenitores, es la prohibición de poner los dedos en el enchufe con la promesa de que ocurrirían cosas terribles si lo hacía; la otra creencia impuesta era que comer muchos dulces me daría parásitos en los intestinos. La primera tiene indudablemente un fuerte fundamento científico y también empírico para mí desde que siendo chico toqué accidentalmente un electrificador con el que mi padre contenía a sus cerdos, la segunda la dejé de lado de tanto pasarla por alto, pero debo confesar, recién estuve plenamente seguro de su falsedad cuando entré a la Universidad.
También, por contrapartida, hay cosas que muchas veces predicamos insistentemente como dogmas inviolables, pero sin estar plenamente convencidos de poder defenderlos hasta el final; una en particular y mi preferida son las normas de bioseguridad. Nos encontramos (especialmente los veterinarios y los encargados de granja) dando encendidos discursos sobre la importancia de las normas de bioseguridad y en muchos casos las violamos a diario. Nos vemos siendo insistentes en inculcar la importancia de estas reglas y prometiendo penas durísimas con quién ose quebrarlas, y a los tres segundos podemos dar la mejor excusa para pasarlas por alto. Usualmente somos los veterinarios y los gerentes los que más excepciones hacemos a esas reglas. Muchas veces en pos de la operatividad justificamos esas excepciones. Y así se nos ha metido un Aujeszky o un App, y eso siempre sale más caro que la bioseguridad.
En reglas generales parece que hacemos lo mismo en relación a la pandemia de coronavirus. Por un lado, adherimos a un discurso dogmático que enumera una serie de medidas inquebrantables, aprobamos leyes draconianas como el cierre del ingreso de muchas ciudades y el toque de queda, etc. Pero al mismo tiempo, nuevamente empezamos a pensar cómo hacemos para otorgarnos la licencia de quebrar alguna de las reglas a favor de nuestras necesidades; así y todo, confío fuertemente en que esta vez no va a ser el fin de la humanidad. Ya los Simpson lo predijeron para 2019, y zafamos.
Por: M.V. Horacio Baldovino
[1] Real Academia Española