Corrían los años 90, en el sur cordobés. Dos hermanos, productores agropecuarios, habían emplazado décadas atrás una granja de ciclo completo. Las instalaciones estaban a unos escasos mil metros del pueblo en el que ellos mismos vivían. También tenían vacas, algunas ovejas y la producción agrícola, que era la principal actividad de la empresa.
Criaban animales para diversificar sus actividades productivas. Además, porque tenían el grano. Pero también por cultura. Criaban animales porque sabían, podían y querían criarlos.
Algunas mañanas, apenas comenzaban las recorridas periódicas, se encontraban con que el stock se había reducido. Uno o dos lechones menos, cada tanto. Estaban cerca del pueblo, demasiado cerca quizá. Veían las impunes huellas que dejaban atrás los ladrones. Suspiraban hondo, asumían la pérdida y seguían adelante.
Con los años, la “desaparición” de animales se hizo difícil de sostener. Tanto por la cantidad como por la frecuencia. Los ladrones los habían agarrado de punto.
Iban a la comisaría, denunciaban los faltantes y se volvían con la promesa de una patrulla más efectiva a la noche siguiente.
El robo de lechones e, incluso, algún que otro animal de mayor tamaño, se incrementaba. La policía no daba respuestas y el problema siguió por meses. Hasta que los propios productores decidieron tomar el toro por las astas.
Una noche de verano, ambos hermanos y dos de sus hijos se “apostaron” al costado del camino de ingreso a la granja. Empuñando escopetas y con reflectores apagados. Querían encontrar a los ladrones in fraganti. Querían asustarlos, para que no volvieran más. Para que los dejaran producir en paz. Abrigados por la oscuridad de la luna nueva, los cuatro esperaron en silencio.
No pasó mucho tiempo hasta que advirtieron la marcha de un vehículo que se acercaba. No podían verlo. Se desplazaba sigilosamente con las luces apagadas. Los cuatro se prepararon. Cuando escucharon que el auto estaba lo suficientemente cerca, se pusieron de pie, apuntaron sus armas y encendieron los reflectores: Era el patrullero de la policía local.
Los agentes, asustados, apuraron las explicaciones. Adujeron que estaban patrullando así -sin luces ni balizas- para no advertir a los ladrones de su llegada. Nadie les creyó una palabra.
Los productores de esta historia decidieron finalmente dejar de producir cerdos. Con profunda decepción y mayor tristeza, vendieron los animales y desarmaron los corrales. Sin producción ganadera, entonces sobraban brazos. Se vieron obligados a despedir personal.
La policía de esta historia o el Estado, en todas las historias
Los policías, que están para proteger y servir, que forman parte de una institución creada para garantizar condiciones mínimas de orden social, eran justamente los causales del desorden en esta historia.
Si quienes nos tienen que cuidar no sólo nos descuidan, sino que también se quedan con el fruto de nuestro sacrificio, no hay mucho que podamos hacer. Por absurda que resulte, la analogía es válida: el Estado debe garantizar las condiciones para que se pueda producir.
Con un consumo interno en alza y con exportaciones en desarrollo, la producción porcina en Argentina debe ser una actividad estratégica para el país. Producir carne de cerdo genera puestos de trabajo, arraigo rural, desarrollo territorial y agrega valor a los granos. Impulsa la economía, la industria y libera kilos de carne vacuna para exportación, sin resentir el consumo interno de proteína animal.
Aun cuando en los últimos 10 años, la producción porcina se duplicó, queda muchísimo por crecer. Se necesitan inversiones de alrededor de mil millones de dólares para crecer un 50% más en la oferta, que consolidaría el mercado interno y permitiría continuar desarrollando el mercado internacional. Estamos frente a una gran oportunidad para el sector y para Argentina.
Para captar esas inversiones, consolidar la actividad y aprovechar la enorme oportunidad que se nos presenta, hay algunas cuestiones en las que el Estado debe intervenir necesariamente, como la falta de crédito, la presión impositiva y la informalidad a la que se empuja a algunos segmentos del sector.
En pocos días asumirá un nuevo gobierno democrático en Argentina. Ante la atenta mirada de todos los sectores, las nuevas autoridades deberán decidir si se vuelven el gobierno argentino que por fin entiende a la producción ganadera como un negocio estratégico para el país (y generan las condiciones necesarias para su expansión y desarrollo), o si -como los policías de la historia- le van quitando de a poquito, y aprietan, y aprietan, hasta que finalmente ahorcan.
Por: Anabela Rubiolo / El Productor Porcino / anabela.rubiolo@elproductorporcino.com