El Euskal txerri es un cerdo que estuvo cerca de perderse y con el que hoy se producen embutidos para restaurantes multipremiados. Una odisea porcina que va más allá del sabor, de la fidelidad a un terreno, a la conservación del medio natural y a poner en valor productos únicos
Todo en la vida no tiene por qué ser o blanco o negro, algo que incluso salpica a la industria del porcino, donde hay cabida más allá del frecuente cerdo blanco (Landrace y Duroc) y del trono que ocupa el cerdo negro (ibérico y rey de reyes). Es el caso del euskal txerri (literalmente cerdo vasco), que en apenas 40 años ha pasado de la práctica extinción a recuperar la especie y colarse en la alta cocina.
Detrás de ello hay nombres como el de José Ignacio Jauregui, fundador de Maskarada, una empresa chacinera en Lekunberri (en el Valle del Larráun, al norte de Navarra), cuya aventura recuperadora se inicia hace 23 años con un macho y un par de madres.
Ahora los productos de sus felices y lozanos cerdos se sirven en ocho restaurantes con estrella Michelin y también en establecimientos gourmet vascos, navarros e incluso se ha colado con Maskarada 5 en los lineales del Club del Gourmet.
Crónica de una muerte anunciada (pero evitada)
El euskal txerri (a veces también llamado cerdo pío negro vasco) ha pasado en los últimos 100 años de una situación cómoda a una agónica existencia, hasta llegar a la paulatina recuperación actual. A principios de los años veinte del siglo pasado se contabilizaban en ambas laderas de los Pirineos, entre Francia y España, más de 120.000 animales.
La progresiva desaparición del hábitat rural, la emigración y la búsqueda de variedades más rentables (el euskal txerri come mucho, rinde poco en carne y mucho en grasa) hizo que los ganaderos lo dejasen de lado según avanzaba el siglo XX. Así hasta plantarnos en la década de los 80, cuando entre Francia y España apenas se contabilizaba medio centenar de marranos, muy dispersos además entre más de una veintena de explotaciones ganaderas.
Mucho más abundante en la parte francesa del Pirineo (aún hoy, donde se conoce como Pie noir du Pays basque), fue la chacinería francesa, encabezada por nombres como Pierre Oteiza (en Bayona), la que puso sobre la mesa la calidad de este cerdo autóctono, más graso, con menos carne, pero con mucho sabor.
En apenas 60 años la cabaña del euskal txerri pasó de 120.000 animales a tan solo cincuenta. En la actualidad, Francia posee más ejemplares que España.
Así se recogió el testigo en la cara sur del Pirineo, donde encontramos a productores como Peio Urdapilleta en Bidania-Goiatz (Guipúzcoa) o nuestro protagonista, José Ignacio Jáuregui, en cuya familia hostelera había tradición de sacrificar cerdos para el consumo propio, lejos de convertirse en una industria.
"Empezamos en el año 2000, con un par de cerdas y un macho", nos comenta. "Hubo un intento público de recuperar el cerdo vasco pero no fue respondido por la iniciativa privada. Ahí fue cuando nos hicimos con esos tres ejemplares. Ahora tenemos 220 reproductoras y sacrificamos más de 1.500 animales", explica sobre esta resurrección.
¿Cómo es el euskal txerri por fuera... y por dentro?
Gregario, amable y casi de compañía. "Es un animal muy dócil y muy tranquilo, bastante calmado", cuenta José Ignacio. Físicamente es abarrilado, compacto y alargado [alrededor del metro y medio], donde destaca el tamaño de sus grandes orejas y el salpicado de negro sobre la capa blanca, que a veces se produce en grandes manchas y en otras ocasiones apenas motea la cara y la grupa de este animal, cuyos orígenes están en el tronco celta.
Cierta apariencia de pachorra se podría aplicar a este cerdo, curioso, que aún criado en régimen extensivo dista mucho en apariencia y comportamiento del ibérico. "El ibérico es más atleta y más inquieto; el euskal txerri camina y pasea, pero no está todo el rato corriendo o moviéndose. Anda lo que tiene que andar", agrega José Ignacio.
Una forma de vida que luego se traslada también a su sabor. "Es un animal más graso, con menos rendimiento de las partes nobles como el lomo o el solomillo, además de más caro de mantener por esa menor parte magra", especifica su criador.
Lo que podría ser una desventaja, José Ignacio lo ha convertido en su punto fuerte. "Se trata de hacer un cerdo suave, con una buena grasa infiltrada, pero que tenga el sabor del cerdo. No es áspera, sino que es casi dulce, más cercana a la mantequilla, que invita al segundo bocado", añade.
Una capa de tocino más amplia (cerca de 4 centímetros en el lomo, cuando lo habitual son apenas un par de ellos) dan fe de esta mayor densidad. "También es un cerdo que está más acostumbrado al frío, por eso también tiene este porcentaje mayor de grasa", ilustra, aunque sus marranos están a cuerpo de rey.
"Los tenemos en un bosque de 50.000 metros cuadrados, donde les damos de comer y donde cuentan con sus camas cubiertas. Van y vienen a su antojo, están totalmente libres todo el año", prosigue mientras menciona la alimentación de estos trotadores de monte: "Les preparamos una mezcla con maíz, trigo, cebada y soja, más lo que van escarbando por el monte: raíces, flores, setas, alguna castaña que encuentran, algún fruto silvestre. Al final un cerdo sabe a lo que come, por eso es importante su alimentación", insiste.
Una tarea distribuida a día de hoy por las siete granjas con las que Maskarada tiene acuerdos. "Estamos enraizados en nuestro entorno y en nuestra forma de entender la vida, que es en el ámbito rural, y por eso también cuidamos a nuestros ganaderos, pagándoles un precio justo por el cuidado del cerdo", insiste. "Intentamos socializar con el cerdo, que se conozca y que se expanda", consigna, dejando claro que su intención no es la de crear un producto exclusivo del que solo ellos saquen partido.
Así pasan alrededor de 10 y 12 meses, en función de cómo haya venido el año, y desde donde van al matadero. "El cerdo es como el ser humano. En verano, si tiene mucho calor, come menos, entonces el sacrificio se alarga. Si hace más frío, come más, y así entonces lo sacrificamos antes", ilustra.
El tope llega con los 140 kilos, que en báscula significa para el euskal txerri la hora de despedirse. "Los matamos en Guijuelo, en un matadero especializado, donde nos aseguramos de sacar todo el provecho al despiece de un cerdo que nos cuesta mucho producir. Allí también secamos los jamones y las paletas porque las instalaciones son más grandes", argumenta.
"El coste de producción es un poco más caro que el ibérico porque también el retorno de la compra es más lento. Al final no ves el dinero hasta más allá de los cuatro años", justificando así el largo período de secado de sus colgadas delicias.
"Es un animal graso pero muy infiltrado, por eso también ajustamos mucho la sal en la curación para que no quede salado ni seco. Vamos a curaciones muy largas, de 28 meses en paletas y entre 30 y 36 meses en los jamones", argumenta para piezas que no son especialmente grandes en relación a su estancia en bodega: paletas que oscilan entre los 5 y los 5,5 kilos y jamones que van de los 7 a los 7,5 kilos.
"Por eso es muy importante dar valor al resto del cerdo. Yo no me puedo permitir vender solo las piernas y el embutido: tengo que vender el resto del despiece", advierte. Un caramelo por el que brega la hostelería navarra y vasca, a la que también debe parte del despegue del euskal txerri.
"Con el tiempo hemos visto que los restaurantes no venden jamón, sino que demandan otros productos y que nosotros tenemos que estar ahí para aprovechar todo el despiece del cerdo", asegura. "A Koldo Rodero [una estrella Michelin y un sol Repsol en Pamplona] le vendemos los rabos y a los Txapartegui de Alameda [en Fuenterrabía, Guipúzcoa] nos han pedido la piel y también un tocino perfumado con tomillo, al estilo del lardo di Colonnata", comenta.
Toda una recuperación que casi permite reconstruir, como de un puzle se tratara, sus cerdos, donde elaboran patés, lomos y cabeceros curados, gorrín y costilla confitada, oreja cocida, carne fresca y, como no, embutidos de primerísima calidad.
A ello se suma un trabajo constante de I+D con todo el cerdo y también con algunos clásicos. "hace un par de años hicimos entre 18 y 20 pruebas distintas con chorizos y salchichones para hacer algo distinto", comenta. "Al final se quedaron solo cinco, que son las que componen Maskarada 5, y que son cinco embutidos sorprendentes que enfocamos en un consumo en formato cata", nos explica.
Fuente: Jaime De Las Heras para Directo Al Paladar